Mía
Cuando los mellizos Eladio y Ramón Leiva pisan
esa tierra helada sin árboles, casi sin yuyos, los ingleses ya han puesto a
flotar sus tropas sobre el Atlántico. Desde las tardes de caza en el
Impenetrable, donde reina el Bermejo, que los Leiva no se hablan. Desde que
Eladio encontró una pulsera de Marcela, su novia, entre las ropas de Ramón. Un
brazalete de dientes de tapir que él le había fabricado. Ni la intervención de
Don Leiva, ni las amenazas del Oficial Albelo en el Batallón de Comunicaciones
181 de Bahía Blanca pudieron con el silencio.
Ahora, en estas islas oscuras, sin rojo y sin
ruidos, sienten miedo. Desconfían del mar, de la sal, de pájaros enormes que no
cantan. Ahora, se miran a los ojos después de años. Se miran y, juntos, ven
esas caras que no entienden. Intentan recordar la instrucción militar;
indicaciones que no sirven para cazar, para pescar, para asegurar que vengan
las lluvias. Se miran y entienden la soledad.
La orden de moverse llega dos semanas después. Un
camión incómodo, palabras que denigran, una caminata pesada. Cavan trincheras
en el noroeste. Pasan días de viento y hambre en el pozo incómodo y húmedo. Los
Leiva lo comparten con un suboficial y cuatro soldados, mientras mecanizan
acciones ajenas, delirantes. Los hermanos se encierran en recuerdos del monte. Ramón
percibe el aroma a lavanda que desprende el vestido de Marcela; Eladio escucha
el chillido histérico de un pecarí en las trampas. Ramón, la boca de Marcela en
su entrepierna; Eladio el viento caliente del Bermejo en su rostro. Ambos
recuerdan la barcaza comunitaria, las jornadas de caza y los mosquitos.
Recuerdan aquella mañana del surubí memorable. Eladio y Ramón se tiran de panza
sobre el bicho y se afirman contra la piel resbaladiza. La presa es suya.
Ellos no saben nada de estas tierras heladas,
ni de ingleses, ni de patrias que no entienden. Su país es el Chaco; el monte,
su hogar; sus compañeros, el yagurundí y el ocelote; sus aviones, el matico y
la chuña de patas negras. Sus armas, la destreza y la paciencia.
El primer ruido se lleva al suboficial. Orinaba
en un costado, afuera del pozo. La bala le agujerea el cuello y la sangre cae,
en un hilo negro, sobre el arma sin usar. El segundo ruido no llega.
—Francotiradores —murmura en un llanto, uno de
los soldados.
Rezos, nervios y vómitos atrapan lo que queda
de la tarde. Limpian los fusiles para darle vida a las manos, para obligarse
una tarea. La noche se torna espesa, húmeda. Los Leiva siguen en silencio, han
perdido el miedo. Los Leiva, son indios. Llevan en el cuerpo siglos de luchas.
Ellos no rezan entre las balas. Para encontrar un dios necesitan el monte, el
agua del río.
Nuevos sonidos despuntan al alba. De las
trincheras vecinas llegan gritos; se acercan disparos, olores. El enemigo se
vuelve palpable, real.
—Voy a salir —grita Eladio.
—Dale, te cubrimos —grita uno de los soldados.
Con la mitad del cuerpo afuera del pozo, Eladio
gira la cabeza y mira a su hermano. El casco le queda grande, le tapa las
cejas. Los rostros de tierra, de barba, de mugre, de miedo se encuentran y pausan
los ruidos. Los ojos de rabia se cruzan.
—Marcela es mía —dice.
Ramón agacha la cabeza.
—¡Dale, toba! —gritan sus compañeros y cubren a
balazos el horizonte.
Eladio camina, dudoso, entre el humo y la pólvora.
Cae a los pocos metros. Una bala de
fusil le agujerea la espalda. Ramón deja, por unos segundos, el dedo en el
gatillo. Los demás gritan en un frenesí de miedo y sudor.
—Tuya, un carajo —murmura Ramón. Sale de la
trinchera y avanza sin estrategias. Buscando la nada. Cae. Plomo en la
pantorrilla. Un gusto espeso le corre por el paladar, por la garganta.
El Bermejo discurre apilando sedimentos y
rompiendo su cauce. Acumula broncas y explota cambiando de cause, como si
quisiera negar su historia y viajar, hacia el mar, por otro río. Espera las
lluvias de la puna, para limpiarse, para olvidar. Para renacer inundando la
vida.
Don Leiva padre lava vainas de algarroba en un
fuentón de chapa y observa a Ramón que duerme la siesta en una hamaca tejida.
Hace días que lo busca detrás de las heridas, de la extrema delgadez. El monte absorbe el invierno y lo entierra en
sus habitantes. El humo de las chimeneas se espesa en el follaje y cambia el
olor del aire. Pocos saben que hubo guerra en el país. Don Leiva invita a Ramón
a caminar hasta el arroyo Pilá. La tarde se sumerge entre algarrobos y perros
flacos, al abrigo de la paciencia de los días.
—Así que no lo viste —dice el padre.
—Después del desembarco, nos separaron.
—Marcela se fue.
El Arroyo aparece y aborta la charla. Don Leiva
se mete en una caseta hecha con ramas y sale con el arma y una bolsa. Ramón
sube a una canoa y revisa la soga del ancla. Acomoda los remos y pregunta.
—¿Cuándo?
—El día que se enteró de la muerte de tu
hermano.
Don Leiva le acerca la red, un par de líneas
enrolladas en palos y una chuza. Sube un bidón con agua y le entrega la
escopeta de Eladio.
Ramón
agacha la cabeza y se aleja corriente abajo, hacia el Bermejo. El agua lo
arrastra hasta unas islas sin plantas, casi sin yuyos. Encarna y deja caer los
cordeles al agua. Decide esperar para tirar la red. Enciende un cigarrillo y se
sienta en la tabla que cruza la canoa. La cara de su hermano llena de mugre, de
barba negra, aparece en la costa y en los bancos de sedimentos. El viento
helado se cuela en la trinchera. Trae gritos y sales de aquel mar oscuro. Ramón
se moja el rostro con agua del bidón.
Ve a Eladio bailando con Marcela, su prometida,
en la danza del jaguar, la última ceremonia, antes de que llegara la carta de
conscripción. Bailan felices, concentrados. Una tela azul los une por las
caderas. Ella en el suelo, su hermano defendiéndola del guerrero disfrazado de
jaguar. El chamán en trance, el sonido penetrante de las calabazas secas, el
monte atestiguando la fertilidad de esa hembra.
—Marcela —dice Ramón mirando el rio.
Los ojos de Eladio se asoman en el cauce rojizo.
Murmuran. Ramón golpea el agua con el remo y los ojos se corren. Hablan. Marcela
es mía, gritan esos ojos grises. Ramón carga la escopeta y apunta hacia el agua
cuando la noche se mete en el monte.
—Mía —grita y dispara. Una, dos veces.
Se acuesta boca abajo y entra dormido al
Bermejo. La canoa sigue mansa en la oscuridad.
El alba trae sonidos de selva, de vida. El motor
de una barcaza lo despierta. Es el transporte de pasajeros. Amontonados, pasan
hacheros, maestros y alumnos. Algunos levantan la mano cuando lo ven. Desde la
punta de la embarcación, Eladio lo saluda. Lleva el fusil y una sonrisa
estúpida, el uniforme embarrado y un hueco en el pecho que se achica en la
espalda.
—Marcela es mía —grita.
La estela de la barcaza se escapa entre el
reflejo del nuevo sol, y el rojo del río lo envuelve todo otra vez. Ramón tira
la red y revisa las líneas de la noche; hay pique. Recoge. La presa viene mansa,
cansada de la pelea nocturna. Prepara la chuza. Levanta el cordel y aparecen
los bigotes, la trompa ancha, los ojos vencidos del surubí. Mete las manos en
los opérculos y lo sube al bote. Lo tira contra el piso y lo aprieta con su
cuerpo. Lo abraza.
—¡Mía, carajo! —grita y ríe con ganas.
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