Nos estábamos demorando
Como otras veces, el general Peña me pidió
reclutar personal para la misión en el sudoeste de Chubut. Elegí a González, un
suboficial principal. Rastreador implacable y aguantador en las distancias.
Conocía la zona y, además, me había acompañado en la primera tarea de
reconocimiento del GT6, a finales del dos mil veintidós, meses después de que
el gobierno entregara Santa Cruz y Tierra del Fuego como pago de la deuda
externa. En aquel entonces los mapuches recién se organizaban y, aunque el muro
no estaba finalizado, nuestras tropas los hicieron retroceder hasta la zona de
Paso Huemules. Al año siguiente se sumaron otros indios de la Patagonia y
rebeldes de otros países que abrazaron la causa en contra de la OTAN. Se supo,
por la inteligencia norteamericana, que recibían armas rusas e iraníes.
También elegí al teniente Damián Ribero,
un joven prometedor, al que le decíamos Riberito.
Casi cinco años después de aquella primera
expedición, avanzamos nuevamente sobre tierras hostiles: debíamos conseguir
información precisa sobre el ejército indio. Se esperaba una invasión a las
tierras de la OTAN desde el extremo occidental de la cordillera y los informes
satelitales no satisfacían al general Peña. Salimos de Río Mayo en vehículo y,
ciento veinte kilómetros después, en el frente occidental del Lago Blanco,
continuamos a pie. Siete horas más tarde, sobre la costa elevada de un arroyo
angosto y con buen caudal, ordené armar la ranchada para el primer descanso.
Orinaba cuando escuché el estallido y vi a
González tambalearse. Aparté la vista y cuando volví a mirar, el suboficial se
desplomaba junto a la fogata. El eco del
disparo se perdió en la estepa y dejó lugar a un silencio pesado. Por un lado,
ese silencio y, por el otro y sin mezclarse, el sonido del agua. Con Riberito, que venía desde el bajo con más
leña, nos cubrirnos entre los árboles.
Las armas y las mochilas estaban con
González; las pulseras satelitales de comunicación, también. Nos quedamos en la
barranca, Riberito había perdido la vista en la oscuridad el arroyo y movía los
labios —después lo supe— en un rezo. Vimos el láser reflejar en las plantas;
detrás del punto rojo, la más sedienta oscuridad. Al rato, le hice señas para
que viniera a mi posición. Al primer paso, otro disparo rozó la lenga más
cercana y astillas de corteza me dieron en la cara. Riberito resbaló y logré
agarrarlo de una mano antes que se lo llevara la corriente. Perdió el fusil en
el arroyo. Nuestra única posibilidad era que la oscuridad alejara al
francotirador y alcanzar las pulseras para avisar nuestra posición.
Llegó la noche y menos mal que corría el
agua, porque el silencio hace escuchar demonios. Repté hasta González y llamé a
Riberito y, aunque la zona estaba segura, no me arriesgué a calentar café; sólo
comimos queso y la ración de vitaminas. Entonces escuchamos el quejido, González
vivía. La herida en el cuello del suboficial impresionó a Riberito, que se
persignó y sacó el botiquín de la mochila.
Envié nuestra ubicación al campamento omitiendo
el contratiempo. El lamento de González se había convertido en una respiración
fina, casi imperceptible. Riberito me preguntó qué hacer mientras le mojaba la
boca con una gasa. El frío avanzaba y no era prudente una fogata, ponernos en
marcha sería lo mejor. Le pedí que llenara las cantimploras en el arroyo y, cuando
se perdió en la barranca, asfixié a González con una toalla. Los ojos
terminaron de cerrarse y me pareció que se marchaba en paz.
Riberito no dijo nada, sólo me observó por
unos minutos y volvió a rezar. Se dispuso a cavar una tumba con la palita de
campaña. Hijo —le dije con una mano en su hombro—, esto es la guerra, no hay
tiempo para los muertos.
Seguimos hacia la codillera; darle caza a
quien nos disparaba se había convertido en necesidad de supervivencia. El sudeste
estaba cubierto por los militares de la OTAN y el norte por nuestras tropas,
sólo le quedaba internarse en la montaña, en la zona que los rebeldes, aún hoy,
llaman la última nación.
Avanzamos con el frío que antecede al amanecer y
descubrimos las cenizas. Le confirmé a Riberito que perseguíamos a una sola
persona; un tipo pequeño, sus huellas apenas se marcaban en la tierra. Hacía
menos de una hora que se había ido hacia el oeste. Solicité una peinada
satelital en tiempo real a la zona y supimos que el campamento indio se
encontraba a poco más de diez kilómetros al sudoeste, casi contra el muro. No
los esperaba tan adentro. O se movían, o lo registrado era un señuelo para el
satélite. Seguimos el arroyo hasta el río Senguer y lo costeamos hacia el sur.
Riberito estaba de buen ánimo a pesar de insistir con el entierro de González.
A media mañana las ráfagas de viento se intensificaron y
ralentizaron la marcha. En una curva del río nos atacaron y me hirieron en el
brazo. A Riberito lo salvó el chaleco antibalas. En ese instante, con la mirada
impotente de mi subordinado, y la sangre llegándome al codo, entendí como atrapar
a quien nos disparaba. En los peores momentos es cuando hay que serenarse y
pensar como el enemigo. Yo conocía la hondonada; una quebrada de unos
cuatrocientos metros de largo, con cortadas laterales como si fueran afluentes;
ideal para una emboscada. Quedaba a media hora del Muro de la OTAN y esquivarla
significaba alargar el recorrido en más de ocho kilómetros. El francotirador
debería esperarnos allí. Riberito quiso curarme con el apósito en aerosol, pero
lo convencí de que eso era para maricas. Temblaba como una marioneta con la
aguja en las manos. Me dolió más que una operación, pero lo logró. Mientras
cosía, planeamos la cacería: el iría por la hondonada y yo por el borde oeste,
entre las jarillas.
Nos pusimos en marcha y al medio día llegamos a la Nueva
Frontera. La herida dolía, pero más me molestaba el viento. El muro, que divide Argentina de las tierras
de la OTAN, o Endworld, como se obstinan en llamarla algunos de nuestros
militares, es en realidad un tejido de cuatro metros de alto con patrullaje
constante y casetas de vigilancia cada varios kilómetros. Nadie se atrevería a
pasar del otro lado. Nadie, excepto los rebeldes.
En la parte del tejido extranjero que da contra el río, una
bandera decía Wallmapu libre, y otra,
Lautaro el único guerrero. Había
algunas más que no alcanzamos a distinguir.
Pasamos un pequeño bosque de maitenes y
llegamos a la hondonada.
Riberito entró.
El sol ganó fuerza y el viento se detuvo. Él iba con el
fusil en la mano y yo arriba, entre las jarillas. Al llegar a las cortadas
laterales daba un rodeo, mientras Riberito detenía la marcha, para reanudarla
cuando volvíamos a alinearnos. En la tercera tuve que alejarme para cruzar por la
parte menos profunda y lo vi. Tirado panza abajo, apuntaba a Riberito con un
inconfundible Dragunov semi automático.
Le disparé en las piernas.
Soltó el fusil y se arrugó como un gusano amenazado.
Modificado con
emisor 7G, dijo Riberito cuando agarró el Dragunov. No supe si me hablaba a mi
o al enemigo, que seguía acurrucado y sin quejarse. Le ordené atar al
prisionero. Al girarlo gritó que era una niña. La piel aceituna, los ojos
metidos en rajaduras horizontales, la nariz ancha y delicada. Sin bello facial,
y con las carretillas rectas y firmes que terminaban en una dentadura
inmaculada. Llevaba el pelo atado en una cola de caballo. Nunca se sabe, le dije,
pueden ser machos o hembras, mapuches o araucanos, tener veinte o cincuenta
años; se ven todos iguales. Bajamos hacia el centro de la hondonada y
regresamos al bosque, la india sangraba y le costaba mantenerse en pie. Riberito
la sostenía de un brazo y la observaba como si buscara un manual de
explicaciones. En el maitén más delgado la amarramos y pidió curarla. ¡Una curita
vale más que esta bestia! le grité arrebatándole el botiquín. Riberito me
observó un largo rato, sólo se oía el quejido suave de la desgraciada, luego
sacó el botiquín y se arrodilló a su lado.
Preparé café y avisamos al general Peña. La orden fue
seguir a Paso Huemules después de un descanso. Riberito guardaba las gasas
cuando me acerqué a la india y le disparé en la rodilla de la pierna sana. El
sonido de los huesos me emocionó, cómo si mis compatriotas se hubieran vengado
en un grito de júbilo. Riberito vomitó; debe haber sido la bilis, porque
teníamos poco y nada en el estómago. Ella me observó por un rato con el orgullo
en la mirada. Las lágrimas le bajaban por la piel curtida: una mapuche, sin
dudas.
Le disparé en un tobillo y el pie le quedó al revés,
colgando. Gritó sin dejar de mirarme y me escupió, o intentó escupirme, porque
la saliva apena llegó a sus rodillas. La mancha roja se expandió por la tela
camuflada como un virus que asalta las células sanas, y trepó por el borceguí
para meterse entre la maleza. Se desmayó.
Me tumbé sobre el petate de campaña y me dormí al instante,
sin cenar. No soñé. Sí recuerdo haber escuchado el río, un murmullo de paz y
satisfacción. Riberito me despertó con el sol arriba. El fuego seguía encendido
y la escarcha rodeaba a los maitenes. La mapuche no emitía sonido, sólo babeaba
sobre un hombro. Con el cuchillo en su cuello le pregunté la edad, no contestó.
Riberito le acercó la cantimplora, le pidió que bebiera despacio. Me dijo que ella
tenía catorce años y que vivía del otro lado de la cordillera. Al parecer
habían conversado bastante; cuando él me hablaba, ella levantaba los párpados. Ordené
que le cortara la cabellera, como hacían ellos. Riberito contestó que era un
bárbaro y un ignorante, quienes habían cortado cabelleras eran los indios del
norte de América, chilló.
No me importa, Ribero, grité. ¡Usted cumple la orden y se
calla!
Riberito agarró y soltó el cuchillo dos veces. Volvió a
observarme por un rato en un silencio incómodo. Se acercó a la mapuche y cortó
la soga. El cuerpo se desplomó al costado del árbol. Riberito le acercó la cantimplora,
pero ella no pudo beber.
¡Vamos Ribero! Grité.
El sol nos invadió y la última llama del campamento se apagó.
Era la hora de partir. Riberito sacó la pistola y la observó por un rato. Luego
levantó la vista hacia el cielo y movió los labios como lo hiciera en el
arroyo. Metió el arma en la cartuchera y alzó el Dragunov. Se lo calzó en el
hombro, abrió las piernas y le disparó en la cabeza. La sangre de la niña cayó
sobre las brasas, la escarcha, los árboles. Sangre mapuche ensuciando nuestra
tierra. Riberito se limpió la cara con el antebrazo y colgó el fusil en el
hombro. Levantó la cabeza y me dijo que me apurara, que nos estábamos
demorando.
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