Por favor, eso no


 







Por favor, eso no

Que flacos están, dice mirando a los perros que se amontonan para darse calor. Lita acaba de parir cuatro cachorros y Estuco, el macho gris, la mima. Evaristo carga agua en el mate y se mete en el pasillo de las piezas. El frío ha llegado antes, antes del invierno. Elvira, su mujer, duerme. Toma el mate parado y observando el dormitorio de sus hijas. Repasa los dibujos en el ropero, las zapatillas en el suelo, los osos de peluches que les ha regalado su tía. En la cocina carga el brasero de la económica con más ramas secas, la leña se consume rápido y calienta el grueso metal. En una pava de chapa recarga agua para el mate. Se detiene a observar la única foto que hay colgada en la pared: él y sus dos hermanos. Detrás; su padre señala la cabina del nuevo tractor. Todos sonríen en blanco y negro.

La noche anterior cenaron batatas al rescoldo y, al resplandor de las llamas de la estufa, Evaristo había comparado las risas de Elvira y las mellizas. Las niñas pintaban hojas sueltas y su mujer, inclinada sobre un libro prestado, comentaba frases ingeniosas del autor. Ahora, mientras la pava toma vuelo, repasa la escena: los lápices inquietos de las niñas, las novelas históricas que apasionan a Elvira, él limpiando la cocina y moviendo los labios en un no sé, ante el pedido de las mellizas de un asadito para el domingo. Como en todas estas mañanas, como cada vez que encuentra un tiempo para pensar, la sonrisa se le escapa en un mohín de lo que falta. Traslada brasas de la cocina a la salamandra y agrega troncos finos. Le gusta su relación con el fuego; dice que es la primera conexión del ser humano con la naturaleza. Elvira le contesta que es el agua. Igual, no discuten, y mucho menos por eso. Con el calor de la estufa, la casa espera el amanecer.

Se acerca al ventanal de la galería con el mate en la mano. La enorme estructura metálica muestra la foto de siempre: el cuadro de la casa delimitado con alambre y jazmines amarillos; el molino con tanque australiano de chapa; las hileras de eucaliptus remedio; los mandarinos, los naranjos y los limoneros. Es la foto de su lugar, del campo que heredó junto con sus hermanos y que la división destrozó. En el cerco de ligustres bien podados, una fina escarcha tapiza las diminutas hojas. La pérdida de la canilla se detiene en un racimo de gotas duras y silencio. Silencio que rompen unos pasos.

Elvira aparece en la cocina. Trae puesta un bata de nailon gris con corderito por dentro, el pelo arreglado y una sonrisa suave. ¿Cuándo fue que le robé la alegría? se pregunta Evaristo con los labios en la bombilla.

—¿Por qué tan temprano? —pregunta ella.

—Dormí suficiente.

—Pero es domingo. Hay que descansar alguna vez.

Los mates pasan en silencio. La claridad avanza descubriendo las ojeras en la cara de Evaristo. Del horno de la cocina, Elvira saca un pan que apenas mastican. Antes de que el sol intensifique la mañana, Evaristo se despide de su mujer con un beso en la frente.

—¿A dónde vas a esta hora?

—Hay tantas cosas por hacer.

 En el tanque del molino comprueba la fuerza de la helada. Golpea con los nudillos una plancha de hielo que se parte como un espejo. Estuco se suma y lo sigue de cerca, Lita no. Rodea el gallinero observando las ponedoras y hace, por adelantado, un inventario de la producción. Caminan hasta el fondo del lote de maíz. Una pedrea ha diezmado el cultivo y el viento helado balancea las espigas vacías. En el lote siguiente, la hierba es puro barro de otoño. El vecino se ha llevado el ganado que pastaba en la alfalfa rompiendo el acuerdo de alquiler. Estuco ladra sin fuerzas a una liebre. El animalito salta dos veces, lo mira moviendo los labios, y se va en busca de otros pastos. La lluvia ha borroneado los senderos que bordean el arroyo; la zona de caza de siempre. Evaristo observa las trampas vacías.

—Liebres hijas de puta.

De regreso en la casa desayuna con las mellizas y Elvira. El pan ahora tiene manteca y unas pecas de chicharrón. En los jarros de chapa humea el mate cocido de las niñas. Ellos reinciden en mates y silencio. Las chicas, en pan caliente y manteca. Evaristo congela la vista en el masticar de sus hijas. Espera que, después de tragar, sonrían como siempre. Con resto de batatas y chicharrón amasa comida para Estuco y, después de besar a sus hijas, vuelve a la intemperie. Encierra al perro en la pieza de las herramientas y camina alrededor de los eucaliptus. Junto al tanque australiano, Lita yace en el suelo hostil. Los cachorros, ausentes al frío, chupan de tetas secas. Evaristo acaricia las crías y los despega de la madre. Minutos después los entierra, muertos a golpe de pala, detrás del bebedero de cemento. Improvisa una cruz con ramas secas, pero desiste de colocarla en la tumba.

Al mediodía el frío no mengua. Un nublado compacto llega desde el sur y oscurece el cielo. En la tranquera de entrada, mientras espera, arma con el último tabaco que le queda. El camión jaula coloca la cola hacia el brete. Los saludos con el chofer no incluyen las bromas de siempre. Dos yeguas jóvenes y el potrillo de las mellizas suben a la jaula de madera.

—El Turco dice que cuando quieras vender los otros, le avises nomás —grita el chofer desde la cabina.

—Qué se muera ese hijo de puta.

Evaristo cierra la puerta del brete con un golpe seco y regresa hacia la casa.

Almuerzan conservas. Las mellizas pelean por unas historietas viejas. Evaristo las reta sin ganas, pero ellas siguen gritando. Él arranca las revistas de un tirón y las mete en el fogón de la cocina. Las chicas corren, llorando, hacia el dormitorio. Elvira se acerca y lo abraza desde atrás. Evaristo llora sin moverse.

—No les conté del potrillo —dice ella.

Evaristo pasa la siesta en pie caminando alrededor de la casa y del molino. En la tumba de Lita y los cachorros abre una botella de Legui que lleva años en la despensa. Prepara el viejo alazán y sale de la propiedad, hacia el pueblo. Hace meses que no visita a su hermana. Cuando regresa revisa el lote del maíz por segunda vez. Parado, en lo alto de un esquinero de quebracho, certifica la desolación de su propiedad. La pedrea fue selectiva; el maíz del vecino ha sido cosechado con altos rindes. En el taller de las herramientas prepara la escopeta y cuatro cartuchos del dieciséis. Alista a Estuco y se van. Al final del segundo lote, sobre la costa del arroyo, gasta dos tiros. Una nutria gorda escapa, herida, por el cauce de una acequia. Evaristo se sienta con Estuco a sus pies. Masca una brizna tierna a la espera de que mueran las horas.  Carga la escopeta y dispara contra el perro. Mira el arma y acaricia el caño tibio mientras el cadáver se hunde en el cauce sucio. Se para y observa como la corriente se lo lleva. Recuerda lo lejos que estaba el alambrado del vecino cuando su padre vivía. Apoya el caño en su garganta y cierra los ojos.

La llovizna lo espabila. Regresa despacio, hundiendo el calzado en el barro. Deja la escopeta y destroza una banqueta con los puños. No busca explicaciones misteriosas ni culpables cuando llora.

El domingo expira en nuevos silencios y la helada duele dos noches más. El martes amanece sin viento y la bocina del transporte apura el beso de las mellizas. Hasta la tranquera las acompaña Elvira. Las chicas se suben al viaje diario que abre una zanja de preocupaciones en Evaristo. Un costo inabarcable que arrastra la mitad de las conservas y toda la producción de huevos.

Recién empieza junio y el frío es viejo. La mañana del jueves se lleva el viejo John Deere, el arado y las rastras. Elvira despide a la gente del transporte y se guarda las lágrimas en el bolsillo del orgullo.   

—Se fueron —dice cuando entra a la casa.

Él sale del comedor sin contestar. Toma el portarretrato familiar y la revienta contra la salamandra. Elvira se acerca e intenta abrazarlo, pero una mano firme se lo impide. En el gallinero, mata la ponedora más vieja. Almuerzan sin pan; ella decide dejarlo para la noche, cuando regresen las mellizas.

—No van a regresar. Se van a quedar en el pueblo, en la casa de la tía

—Por favor, eso no.

 

Comentarios