Manuel, el mayordomo, limpia
el asiento de una Vespa del ‘53. Bajo la sombra de un jacarandá sonríe y
agradece al cielo. A su esposa. Ve un hombre que se acerca despacio hacia los
arcos del pórtico. Trae, a pesar de ser domingo, ropa de trabajo y una azada en
las manos.
Manuel abre la reja y saluda. El
otro levanta la cabeza y lo esquiva. Camina los metros que lo separan de la
mansión y se sienta en el primero de los doce escalones de mármol que conectan
el parque con la galería de entrada. Buenas tardes, repite Manuel y sube los
escalones. El hombre gira los hombros, apenas. A las seis de la tarde, dice y
vuelve a mirar el parque, hacia la inmensidad de la estancia. Manuel insiste;
intenta el diálogo. El hombre no dice más.
El mayordomo ingresa en la
casa: una mansión de mediados del siglo diecinueve. Por la ventana del recibidor mira la Vespa.
Las cubiertas, con polvo, contrastan con el brillo de la pintura. Manuel
recuerda cuando aquellos hombres llegaron en ese auto negro con cubiertas de
fajas blancas, impolutas. Ese contraste de colores lo había perturbado. Aquella
tarde de septiembre calmo, con otros pasos y otras ropas; esos hombres, que no lo
miraron, se reunieron con el patrón. Después, esos hombres con trajes y
corbatas, lo llamaron a él, y a Francisco, el capataz. Bajo el jacarandá, en
una mesa improvisada, apilaron papeles, carpetas y documentos. Comunicaron, con
pocas palabras, que, desde esa fecha les correspondía descanso dominical,
vacaciones y aumento de salario. Recibieron la noticia en silencio y guardaron
la alegría para el comedor comunal. Manuel agradeció, junto a su esposa, en la
capilla de la estancia y luego almorzaron con los peones. Hubo brindis y
alguien prendió velas bajo el retrato de una mujer pálida y con el pelo rubio
arreglado en un rodete.
El patrón volvió a hablarle meses después, y
sólo para prohibirle visitar las viviendas de los demás empleados y asegurarle
que pronto, las cosas volverían a la normalidad. Disfrútelo, mientras dure, le había dicho, y esa misma semana echó
a las dos mujeres que ayudaban en los trabajos domésticos de la mansión. Y
Manuel lo disfrutó como pudo. Entendiendo su lugar en la estancia y haciendo lo
que le correspondía. Nada más. Al comienzo no fue fácil reemplazar las mujeres,
pero desarrollaron, con su esposa, una coordinación tan precisa, que en poco
tiempo volvieron a trabajar las mismas horas que antes. Fue en esa época que, con los recibos de
sueldo necesarios compró la Vespa a crédito. La usaba para viajar con su
esposa, en los días de franco, a Los Malvones y a la iglesia. Con Francisco
iban al Río Luján en excursiones de pesca. En el silencio del lugar, el capataz
llevaba la conversación a la política. Decía que con los cambios recientes
había esperanza en los trabajadores. Manuel escuchaba sin opinar. Al regresar,
Francisco se bajaba antes de entrar al casco de la estancia.
Una neumonía mal atendida se llevó a su esposa.
La patrona y sus hijas, tan adictas a su cariño, no asistieron al velorio.
Siguieron en la capital. Manuel quiso mudarse a Los Malvones, el pueblo vecino,
achicar las horas de recuerdos; suplantar los lugares comunes, pero el patrón se
lo prohibió.
Ahora, dos años después de
comprar la moto, piensa que le quedarían bien dos cubiertas de fajas blancas,
como las de aquel auto. Mira el cielo y consulta la opinión de su esposa. Deja
la ventana y corre a avisarle a su patrón sobre el extraño que no quiere
hablar. En el salón principal de la mansión, detrás de una puerta doble, con ángeles
tallados en relieve, se encuentra el escritorio del señor. Manuel llega hasta
el quicio, observa la puerta como si fuera la primera vez, y no se atreve a
molestar. Regresa a la entrada y espía por los vidrios de la puerta. El hombre
sigue allí, sentado, en silencio. Sobre el final del parque, al costado de la
fuente principal, dos hombres más se estrechan la mano y, juntos, caminan hacia
la casa. Traen hachas y vestimentas similares al anterior; personas de manos
curtidas y cuellos marcados por el sol. Manuel mira su reloj: las cinco de la
tarde. Los que llegan se sientan en los escalones; saludan al otro y se quedan
en silencio. Manuel sale de la casa y desciende del pórtico. Buenas tardes,
señores, dice. Uno de los que ha llegado lo observa y contesta: a las seis de
la tarde. El mayordomo se mete en la casa. En el gran salón choca con unos
tubos de cartón que trajeron el viernes anterior, cuando él estaba de franco.
El viernes de septiembre más agitado de los últimos años, le dijo su patrón con
una sonrisa. Acomoda los tubos contra la pared y golpea la puerta del
escritorio.
¿Qué pasa? pregunta la voz
desde atrás de los ángeles. Hay gente en la entrada, responde Manuel. ¿Vendedores?
No. Dele comida, entonces, que se vayan de inmediato. Camino a la despensa, la
voz de su patrón invade el silencio. Manuel, no se olvide de las pinturas
francesas. Prepárelas para mañana; hay que llevarlas a la ciudad para que las
enmarquen.
En la despensa busca comida. Las
estanterías de la izquierda desbordan de encurtidos y en la de la derecha,
varios tamaños de frascos de vidrio, almacenan dulces de producción propia. Al
fondo, aceites, vinagres y aderezos. En cajones con tapas corredizas: azúcar,
maíz y harinas sueltas. En el sótano: fiambres secos, quesos y la cava de vinos.
Se detiene unos segundos y respira el aroma fuerte de los comestibles. Toma dos sacos de tela y los llena de harina;
los acarrea hasta la galería de la entrada. Ahora, son siete los hombres que esperan.
Deja las bolsas a un costado de los escalones y descubre un conocido; habitué
de la misa de los domingos en la capilla de Santa Teresita, de Los Malvones. Martínez
¿qué hacen aquí? pregunta. El otro no contesta; mira los sacos con harina y
niega con la cabeza. Se sienta en la escalera de cemento y el silencio envuelve
la tarde. Manuel corre; golpea la puerta del escritorio y, sin esperar
respuesta, grita que los de afuera no buscan comida. Bueno, hágase cargo, llame
a los peones. Es domingo, patrón. No hay respuesta desde el escritorio.
Manuel sube las escaleras que
llevan al primer piso. Al final del pasillo de las habitaciones corre los
postigos y observa más allá de las caballerizas; no se ve movimiento en las
viviendas de los empleados. Hay cuadreras en Los Malvones, dice mientras cierra
el postigo y regresa por el pasillo. Desde un tragaluz, intenta escuchar a los
reunidos en la escalera de abajo. Le parece que hablan del General, de patria y
de muerte. En el salón principal, el reloj de caoba que cuelga de la pared marca
las cinco y media de la tarde. Se sienta en un sillón de pana; respira despacio
y profundo y masajea las sienes por un par de minutos. Finalmente cruza la
biblioteca y llega al comedor principal. Los olores y sonidos de la semana se
han escapado hacia el campo. Entra en la cocina y retira unas llaves de un
cofre de bronce. Abre una puerta pequeña de hierro que aparece detrás de los
fogones. Después de un pasillo, abre otra puerta. En la habitación, sólo hay
armas de colección. Manuel corre un mueble vidriado, que exhibe el traje
completo de un soldado federal de las Montoneras, y acciona una palanca. Una
madera se mueve en la pared opuesta y aparece una abertura. Enciende la luz de
la verdadera armería. Un fusil del siglo XIX en perfecto estado, varias escopetas
de diferentes calibres y cuatro carabinas belgas descansan sobre estantes
individuales. Dos fusiles modernos y muchas armas cortas, encima de una mesa
forrada con paño. Elige una carabina y sale de la habitación guardando las
llaves en un bolsillo. En el recibidor, antes de cruzar la puerta doble de la
salida, apoya el arma en un costado. Afuera, los concurrentes ya se cuentan por
decenas. De la esquina izquierda de la mansión aparece una columna de personas.
Hombres, mujeres y niños; son los peones de la estancia y sus familias. Más de
cincuenta. Vienen con herramientas de mano.
Los ve saludar e incorporarse
al grupo. ¿Dónde habrían estado reunidos?, piensa Manuel. Francisco ¿qué pasa? pregunta
dirigiéndose al capataz. A las seis de la tarde, responde el hombre que acomoda
la hoz en el hombro. El reloj pulsera del mayordomo dice que faltan diez
minutos. Los golpes en la puerta del escritorio son frenéticos. Las hojas de
roble se abren. ¿Qué pasa, Manuel? pregunta el patrón: un hombre alto, de panza
prominente y calvicie avanzada. Afuera, patrón. ¿Vio la alfombra? La colocaron
ayer, dice el hacendado y señala el piso con el habano que lleva en la mano. Ahora
se sumaron los peones, contesta Manuel. Son muchos, dice y señala hacia el
recibidor.
Arréglelos, Manuel, que a las
ocho viene el General a festejar lo del viernes. ¿Lo del viernes? ¡La caída del
tirano, Manuel! grita el patrón y da un portazo. Manuel regresa hacia la
entrada. Al pasar por el salón patea con fuerza los tubos y algunos se rompen.
En el recibidor prepara la carabina y reza un padrenuestro. Abre la puerta y pone el caño en la primera
persona que encuentra: Martínez. Váyanse. Ahora mismo, por favor, pide Manuel,
que tiembla. El filo de una hoz le enfría la garganta; gira la cabeza y encuentra
una sonrisa conocida. ¿Y, vos? ¿De qué lado estás? pregunta Francisco y le quita
la carabina. Manuel entra a la casa sin responder. Frente a la puerta del
escritorio avisa que ya acomodó los tubos con las pinturas de Francia. Cruza el
salón y el reloj de caoba cruje con el sonido que indican las seis de la tarde.
En la cocina toma un vaso de agua y sale por la puerta trasera. Los limoneros
del patio reflejan el sol que se cae. Rodea la mansión y sube a la Vespa. Suenan, lejanas, las últimas
campanadas de caoba.
Escucha el tropel y la puerta de entrada que
se rompe.
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