Violencia


 


Violencia 


           El bodegón nace. Llegan olores inconfundibles del plato del día: puchero.

Mi casa, mi vieja, los mediodías de lunes del secundario. Llegar en bici, dejar la mochila, abrazar los aromas y rezar, desde la vereda hasta la puerta, para que mi padre hubiese muerto. Entrar y ver a mi madre con la sonrisa caída, el delantal impecable y el alivio de la ausencia. El romero y la salvia, van bien con la carne hervida, decía ella y yo devoraba platos de adolescencia. Comíamos en paz los lunes.

Una pareja de turistas se acomoda en la mesa del fondo, entre una réplica en cera de Atahualpa Yupanqui y una antigua fonola de vinilos. Frente al ventanal, unos lugareños han pedido el vermut del mediodía. Ríen con ganas de viernes en la mesa más grande del lugar. Las maderas del piso lloran bajo los pasos esforzados de una joven moza vestida con ropas de acto escolar. Cansada de fotos y respuestas en inglés, agradece mi tonada. El encargado del bodegón, un hombre de unos sesenta años, calvo y de buenos modales vigila, desde una enorme barra, el movimiento de todos.  El decorado grafica la línea del tiempo, carteles publicitarios de principios del siglo veinte se mezclan con fotos autografiadas de artistas populares y deportistas ilustres que han parado a tomar algo o a pedir menús de carne pampeana. El Polaco Goyeneche saluda en blanco y negro a quien parece haber sido el dueño del bodegón en el siglo pasado y, un equipo de fútbol, que no distingo, alza una copa importante. La moza se acerca acomodándose las trenzas. Pido puchero y un vaso de vino blanco. Repaso los ídolos exhibidos en el bodegón y, en mis notas para la Guía Fate de los pueblos del Centro del País, agrego un asterisco en el sector lugares de interés.

  ¿Qué son los ídolos? ¿Quién los pone allí?  La resaca de una sociedad estancada, decía mi profesor de filosofía. Mi memoria juega y regresan las discusiones iconoclastas de la facultad. Los fanáticos, los exitistas, los creyentes, los que abrazan el destino como solución a las dudas.  Horas de parloteo cubriendo con verborragia el dolor de mis días, el penar de mi madre, el ardor de la decadencia familiar. Entra un pibe al bar con mochila negra de corderoy. Lleva zapatillas topper y un vaquero sucio. Ante la insistencia de alguien se sienta con las personas de la mesa grande. Los cuatro adultos llevan ropa de siempre y hablan tan fuerte que todos sabemos que han pedido puchero y cerveza.

Gatica, Monzón y Maradona miran desde su mudez de lámina. Mejor sino hablaran, decía mi padre, después de haberlos festejado por décadas.

El pibe amaga con irse, pero uno de los hombres lo retiene tomándolo de los hombros. Conversan algo y vuelven a sentarse, al rato, el pibe saca una máquina de fotos y hace tomas a la antigua cartelería antes de que sirvan la comida, se entretiene con las imágenes de cera y me pide que le tome una foto junto a la estatua de Pugliese.

—¿Sabés quien fue? –Pregunto.

—Don Osvaldo, el más copado de los tangueros.

Devuelvo la máquina en el momento que la moza comienza a servir la comida y me siento.

Recuerdo los golpes. No los recibía mamá, esos ya eran silencio, piel, humanidad. Recuerdo los nuestros. Golpes entre hombres, decía mi padre. Casi dos años de sangre seca, de sal en las comisuras del tiempo, de creer en vencer.

Algo anda mal en la mesa de los hombres, el que se había levantado a convencer al muchacho grita que nadie le va a enseñar cómo educar a su hijo, que él es el padre. Hay un arma que se asoma y un repentino silencio. El pibe se retira hasta la puerta, las manos aferradas a la mochila, a la tristeza de otra escena, a la soledad. Otro de los hombres increpa con más gritos y el encargado del bodegón se acerca pidiendo calma. No existe la calma en esta gente. Es la soledad la que reina, triunfa, aplasta. Es la miseria la pareja del macho. Ese que manda hace siglos, que se impone como puede, como sabe: a los golpes.

La discusión se traslada a la vereda, la moza la sufre.  Los turistas no saben qué hacer. Nadie sabe qué hacer, no se puede parar, la violencia gana. Siempre. Fue mentira el amor, fue mentira Dios. Los Beatles, la Biblia, la pasión del sesenta y ocho.

Todos sometidos al sapiens sapiens varón.

Mi padre fue vencido por la cirrosis y mi madre lo lloró, y yo, que nunca tuve amores, quedé medio huérfano.

 El muchacho se aleja y, cuando todos se callan, el padre lo llama. Los hombres regresan al bar y alguien practica unas disculpas con el encargado. El pibe y su padre entran también.  El hombre le cruza un brazo por el hombro. El muchacho muere un pedazo.

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