Hermano mayor
al Beto
El Beto me dijo que el relámpago se jugaba detrás de la cárcel, en Río
Cuarto. La llovizna le había aplastado los rulos y resaltado las manchitas de
los pómulos. Metió las manos en su
campera de nailon y agachó la cabeza. Pateó una piedrita.
—Nos falta uno —dijo y en la frente se
le dibujaron finos surcos.
—Lo llamamos al Moncho —respondí.
Era el único que nos llevaría el apunte
un domingo de frío y lluvia a las diez de la mañana.
—¡Vamos! —dijo y me sacó dos pasos de ventaja.
El Moncho vivía a la vuelta de mi casa, los patios separados por un
paredón de ladrillos apolillados, las charlas y birras subidos al techo del
gallinero, las noches imaginando, entre el humo del cigarrillo, que chicas del
pueblo venían a buscarnos. Para ir a despertarlo había que franquear un enorme
pastor alemán y los reproches de su vieja. El Beto no conocía el miedo, así que
encaró por el largo pasillo y en el fondo abrió la puerta de alambre como si
estuviera en el patio de su casa. El perrazo lo miró con desdén y bajó la
cabeza para meterla entre las patas. Dicen que no se les animan a los
decididos. Un par de botines embarrados colgaban de una maceta vacías, la
lluviecita le había limpiado las tres tiras blancas de un costado.
El Moncho apareció dormido, despeinado y con una colosal resaca. No nos
dejó hablar.
—Vamos —dijo con voz quebrada.
Agarró los botines, y al desandar el pasillo, los golpeó contra la pared,
los pedacitos de barro se volvieron lunares en el revoque. Ese día, como tantos
otros, escapé de mi casa para seguir al Beto.
A los catorce años tenía prohibido eventos imperdibles como un
campeonato de fútbol con desconocidos y lejos de casa. Esperamos el colectivo
en la garita vieja, frente al taller de los Mosca. Cada tanto mirábamos al
cielo para espantar las nubes. El Beto nos contó que lo habían llamado hacía un
rato, al teléfono de un vecino, para pedirle que fuera él y dos más. El técnico le dijo que le faltaban jugadores debido al baile de la noche
anterior.
Los relámpagos se jugaban durante todo el día, con una pausa a la hora
del almuerzo. Los equipos llegaban con menos jugadores, los horarios se
retrasaban, los nervios se iban acumulando. La final se disputaba con poca luz
y con el ambiente cargado.
El Beto era tan optimista que calculaba de menos las distancias; el <<detrás de la cárcel>> fueron catorce cuadras de tierra desde
la parada de la Avenida Sabattini. El humo con olor a chimichurri nos dio la
bienvenida a un campito lleno de gente. El piso de la cancha tenía desniveles, y a uno de los
laterales lo delimitaba un montoncito de tierra y gramilla. Cuando la pelota
tocaba ese bordo, el juez de línea daba un grito y agitaba un repasador
celeste. Uno de los arcos era de caño y el otro de palos recién cortados. De
los equipos que jugaban en ese momento, uno llevaba camisetas rojas y negras y
el otro iba en cueros. Rodeamos la cantina y uno de los arcos y llegamos al
otro lateral. Se acercó un grandote que abrazó al Beto como si fuera Kempes.
—Apurense, que nos faltan dos —dijo.
Lo noté preocupado, la panza le subía y
después de los gritos le volcaba otra vez sobre el pantalón de gimnasia. Supe
que era el director técnico cuando retó al flaquito que corría pegado al bordo.
—Ya termina el primer tiempo y perdemos
uno a cero —nos dijo.
El Beto me hizo una seña para
tranquilizarme.
—¡Al hueso, hachita, al hueso! —gritó el grandote al mismo jugador.
Pensar en las expectativas sobre mi desempeño en el partido hizo que un frío
desconocido se asentara en mi estómago. Todos tenían más de veinte años y se
veían como Rambos enojados. Busqué a mis amigos con la mirada: el Beto se
cambiaba de los más tranquilo y el Moncho era un espectro de lengua muerta.
Con una seña del referí entramos a la cancha. El Moncho se quedó afuera,
con los botines colgados al cuello y con cara de no saber bien dónde estábamos.
Por suerte terminó el primer tiempo enseguida. No toqué la pelota. Algunos de
nuestro equipo nos saludaron, los demás miraron desconfiados. El entretiempo se
alargó porque el referí se tuvo que ir. Un tipo con cicatrices en las mejillas
avisó que ya empezaba el segundo tiempo; que otro árbitro venía en camino. El
grandote nos llamó para darnos indicaciones y, de repente, se escucharon
disparos; el referí de reemplazo venía a los tiros. Nuestro técnico intentó
tranquilizarnos.
—Hace tres domingos, casi lo matan a piñas —dijo.
El Beto ni se mosqueó. Yo seguí con la mirada al pistolero que se metió
entre los paraísos que bordeaban el campito. Dejó colgada la campera de cuero
en una rama y entró al campo de juego con camisa de seda floreada, pantalón de
vestir negro y botas tejanas. Le pregunté al Moncho si había visto donde guardó
el revólver.
—¿Ah? —contestó y volvió a recostarse sobre la tierra húmeda.
El nuevo árbitro llamó a los equipos a gritos y comenzó el segundo
tiempo.
Se pegaban duro, muy duro. Esquivé dos patadas criminales y el Beto me
dijo que pusiera sin miedo. No me importaba remontar ni lucirme, ni siquiera
defraudar: quería volver a Higueras. Ese mediodía entendí la relatividad del
tiempo, los minutos se estiraban como la esperanza. Mi dignidad se redujo a
tocar rápido; pases cortos y lejos de los centrales, que parecían clones de
Terminator.
Alguien dijo que el fútbol es el padre de lo impredecible y tiene razón.
Casi al final se armó un entrevero en el área de ellos; un amasijo de barro,
remeras y cueros. Lo vi al Beto haciendo un esfuerzo descomunal para pasármela
desde el suelo. Un puñetazo le partió la nariz mientras la pelota apenas se
movía hacia mí. Cerré los ojos y le di un puntazo. No sé qué se puede hacer en
una milésima de segundo, pero creo que le hice promesas sobre la escuela a mi
vieja. Reaccioné cuando el gigante me levantaba y me besaba en la frente.
—¡Gooool, carajo, gol! —gritaba.
No lo vi, no lo disfruté. Me perseguía la imagen de mi amigo tirado en
el piso, en medio de la lucha, con la nariz reventada. Mi gol trajo insultos,
empujones y más trompadas. Pasaron cinco minutos hasta que el árbitro disparó
dos veces al cielo y dejaron de pelearse. Tres de cada equipo fueron expulsados
y casi vuelven las piñas. El Beto
aprovechó para ponerse hielo en la nariz y felicitarme con un abrazo ensangrentado.
El técnico mandó a nuestro arquero al banco y al Moncho a la cancha. El
árbitro hizo señas de un minuto más.
Un minuto y llegaban los penales.
Sacaron del medio y le dieron al arco, la pelota rebotó en alguien tan
embarrado que no supe si era de los nuestros y salió disparada hacia el área de
ellos. El Beto les ganó en velocidad y eludió a dos que ya ni caminaban. Le metió
fuerte y cruzado. La pelota se levantó inexplicablemente y, rebotando en el
palo que hacía de travesaño, voló mansa hacia el punto penal.
El silencio fue estremecedor y la vida una belleza. La teoría de
Einstein una panacea y el fútbol otra vez un juego.
El Moncho, que había acompañado la jugada por compromiso, la empujó con
el pecho al fondo del arco. El referí hizo un gestó con el brazo y temblé.
Pensé que iba a empezar a los tiros otra vez. No, sólo se acomodó la camisa,
convalidó el tanto y gritó el fin del encuentro. El Beto reía con los dientes
rojos y el Moncho terminó de despertarse en los hombros del grandote. Fuimos
héroes por un rato, goleadores en tierra de otros. Los choripanes ya estaban
listos, pero desistimos de almorzar en la cancha. Nos abrigamos y prometimos regresar
para el próximo partido. A la salida, entre los paraísos, vi al réferi recargar
el revólver.
Ahora que el Beto se fue y que nuestros ídolos sólo juegan en Europa, ahora
que no hay relámpagos ni domingos de resacas, recuerdo el regreso a casa, en
colectivo el Sol. El viejo Vallejos que preguntaba sobre el partido, el Moncho que
relataba su gol una y otra vez y el que reía suave, como un hermano mayor.
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