En tiempo real

 

En tiempo real

Papá tiene ochenta y seis y vive solo, en la parte vieja del pueblo, a doce cuadras de casa. Sufre diabetes leve, miopía y trombofilia controlada. Contrarresta éstos y otros achaques con la bicicleta. Lo visito casi todos los días y, una vez por mes llevo los chicos y armamos un campeonato de truco. Los domingos lo traigo a comer a casa. En el último año inventó decenas de excusas para no venir.

Días antes de que las autoridades decretaran el aislamiento preventivo, Cata, su vecina, me pidió que fuera urgente. Lo encontré, en pijamas, podando un crespón en la esquina. Le saqué la tijera y lo llevé a su casa. Dijo que si nadie limpiaba las plantas no tendríamos duraznos. Los últimos frutales los tuvo cuando vivía en el campo y era soltero. Le expliqué que la pandemia había llegado al país y que por un tiempo debía quedarse adentro. Sugerí que fuera a vivir conmigo. Contestó que sabía muy bien cuidarse sólo, que desde la muerte de mamá se las había arreglado. No discutí, no hay fuerza de este mundo que le modifique una decisión.

Ante la inminencia del encierro obligatorio, contraté el servicio a domicilio de una rotisería del barrio; dos veces por día le acercarían una vianda saludable. Cata me pasó fotos de Papá recibiendo a la cadete: un día en pantuflas y despeinado, otro con saco y corbata. Me dijo, Cata, que a la chica a veces le regalaba chucherías de madera y otras ni la saludaba. 

Avisé en la comisaría que debía ir regularmente al domicilio de papá. Dijeron que no hacía falta anunciar la visita a un familiar de edad. El permiso es para las ciudades, explicó el oficial. El pueblo no estaba vacío como me lo imaginaba. Cola en los cajeros, gente esperando en las veredas de los almacenes y, en dos panaderías, la policía organizaba filas que llegaban a la calle. En la casa de papá encontré la puerta del garaje abierta y la bicicleta apoyada en el cordón. Salía con la caja de herramientas chica.

—¿A dónde vas?

—Se le trabó la ventana a la Pocha.

Discutimos un rato en la vereda hasta que lo obligué a meterse adentro. Se sentó y cruzó los brazos en el pecho. Bajó la cabeza y suspiró aparatosamente. Revisé las reservas de mercadería y cambié las sábanas de su cama. Al rato encendió la cocina y puso la pava para unos mates. Le dije que no era bueno compartirlos, que propiciaba el contagio. Otra discusión. Finalmente, le hice un té con miel, le alcancé los lentes y lo senté frente al televisor. Los canales rebosaban de pandemia.

—¿Ves, papá?

—Bahh ¿Sólo son las noticias? 

Intenté convencerlo de que está vez había que hacerles caso a los periodistas. Lo agarré del hombro y recalqué que no debía salir de la casa.

—Por tu edad, estás en grupo de mayor riesgo.

—Ya sé.

—¿Repasamos los mensajes?

Me llevó tiempo enseñarle a usar el celular. Al principio se resistió; cuando entendió que podía comunicarse conmigo en cualquier momento, agarró viaje. De todos modos, los mensajes le costaban. 

—No hace falta —respondió.

Cambió de canal y se quedó en la repetición de un partido. Le dejé un cargador de teléfono en la cocina y otro en el dormitorio. Revisé el calefón y desinfecté el baño. Cambié la alfombra antideslizante de la ducha y ajusté las agarraderas que habíamos colocado meses atrás. Le pedí que se bañara.

—Lo único que me falta —contestó.

Salí a comprar. Le traje frutas, papel higiénico, jabón y dentífrico del almacén del barrio. Saqué la cuchilla del cajón de los cubiertos y la jarra de vidrio de la heladera. Le armé cuatro mudas de ropa y se las dejé en una silla. Al salir de casa me preguntó si mamá iba a tardar mucho. 

—Eduardo —dije, y volví a tomarlo del hombro—, mamá llega más tarde.

Volví a llamarlo por su nombre —eso ayudaba a que prestara atención— y le pedí que no saliera de casa, que, por el virus, había que cuidarse. Debe estar por llegar la señora de la comida, avisé, y lo llevé hasta el comedor. Se sentó y volvió al fútbol de la tele.

—Hay que llevar los juguetes —dijo.

Los juguetes son camionetas y autos de madera que él fabrica. Una o dos veces al año se los vende a un juguetero de Río Cuarto. Papá es ebanista. Digo es, porque odia que lo traten como jubilado. Digo ebanista porque es un insulto decirle carpintero. El oficio lo heredó de mi abuelo, que lo trajo de Murcia. Antes de morir, mamá pintaba los vehículos a mano y los envolvía en celofanes de colores. Fabricaban una cantidad suficiente como para pagarse las vacaciones. Para navidad, preparaban una tanda especial para los nenes del barrio.

—Está bien, mañana los llevo.

En casa sobrellevamos el encierro con naturalidad. Alejandra y yo trabajamos a distancia y los chicos se las arreglan con videojuegos, Netflix y fútbol en el patio. Al pasar los días preguntaron por el abuelo. Fui a verlo. Me paró la policía frente al Banco de Córdoba y exigieron un permiso de circulación. Cambiaron las órdenes, contestó el agente cuando expliqué que el día anterior había hecho el mismo recorrido. La web estaba colapsada y recién conseguí el formulario a las cuatro de la mañana. El sábado llegué al mediodía. La casa estaba oscura y en silencio y el olor a gas llegaba a la vereda. Abrí las ventanas y cerré la hornalla. Encontré el mate preparado sobre la mesada y la pava en la pileta bajo el chorro de agua. Papá estaba en el taller del patio pintando las rueditas de una camioneta. Llevaba una campera de lana y un jogging con agujeros. Tenía olor a mugre.

—Papá.

—¿Te gusta la…?

Señaló el juguete con el pincel y no encontró la palabra para nombrarlo. Colgué la camioneta en el alambre del secadero y limpié el pincel.

—Me encanta como quedó —dije, y pasamos a la casa.

—Recién termino el mate, que lástima que no viniste antes.

—¿Saliste ayer?

No respondió. Puse a lavar ropa y lo obligué a bañarse. Cuando terminó cerré la llave de gas de la vereda. Le di una de las mudas que le había preparado y le pedí que se secara bien.

—Si no salgo, para que vivir —dijo. 

La mujer de la rotisería trajo la vianda y me avisó que ya no repartiría. Saqué la pava eléctrica del aparador y la dejé sobre la mesada; Papá la sabía usar, pero prefería la tradicional. Más de media hora me llevó mentirle sobre la falta de gas. Y otro tanto explicarle que la cadete no vendría más. Tuve que calentar la comida.

Esperé que almorzara y le preparé un té. No pude convencerlo de que fuera a vivir casa. Discutimos y me fui. El patrullero pasó buscando a los que violaban la cuarentena. Compré queso, pan y frutas y volví para prepararle la cena. Papá había traído juguetes y algunas herramientas del taller.  Dejé la comida en la heladera con un cartel escrito con fibrón. Le dije que volvía al día siguiente. No saludó.

Alejandra sugirió llevarlo a un geriátrico o contratar a alguien que lo atendiera. Estás poniendo en riesgo tu familia con tantas salidas, dijo. Tenía razón, pero, ¿cómo convencía a papá? Llamé a Cata para ver si podía hacerle dos comidas diarias. Me atendió el marido: ella en cama, con fiebre y dolores musculares. Quise saber si necesitaban algo. Cortó. Me comuniqué con los vecinos de más confianza; nadie podía darme una mano. Ni la Municipalidad ni la Cooperativa Eléctrica contaban con enfermeras disponibles. Debatíamos como atenderlo cuando lo vimos llegar en la bicicleta. Sonriente, con la bolsa de las compras bajo el brazo, abrió la reja y golpeó la puerta. Alejandra llevó los chicos al patio.

—Buenas. Se sacó la bufanda y la campera.

—Papá, te van a meter preso.

Levantó la bolsa como si se tratara de un trofeo.

—Si me paran, estoy de compras. Se puede o, ¿no? 

Dejó de sonreír y, como si representara una tragedia griega, transformó sus gestos y tomó aire. En una sola oración expuso un sinfín de problemas: que tenía gana de ver a sus nietos, que en el centro de jubilados no había nadie, que se aburría, que necesitaba pintura para los juguetes, que tenía que hacer cola en el almacén, que no conseguía bananas para el licuado. Ni siquiera me excusé por no llamar a los chicos. Le alcancé la bufanda y la campera, que había colgado en el perchero, y le ordené que volviera a su casa sin detenerse a charlar con nadie.

—En el cajero hay un montón de gente —dijo.

Salió para el lado contrario al de su casa. A pocos metros intercambió saludos con un vecino y siguió pedaleando. Desde la esquina lo vi detenerse en la panadería.

Con Alejandra le preparamos comida y la guardamos en táper rotulados. Los chicos dibujaron un almanaque nomenclador para que no se olvidara de los remedios. Pobre abuelo, dijo mi hija, y el silencio copó la casa. Vamos a estar bien, les dije, no se angustien.

A la mañana, salí antes que despertara mi familia. El viento sur se empeñaba en llamar al invierno. El aire limpio acentuaba los colores de lo cotidiano y los pájaros cantaban más fuerte. El regador mojaba las pocas calles de tierra que quedan y los municipales levantaban escombros y restos de poda. Papá tomaba mates y miraba la tele. Un mapa mostraba, en tiempo real, las muertes en todo el mundo. Círculos rojos desparramados por los continentes. A la izquierda de la pantalla, los números de contagiados y de los que habían vencido al virus.

—Están jodidos los yanquis —dijo.   

Acomodé los táper en la heladera y lo volví a retar por la salida del día anterior. Cambió de tema y me preguntó si sabía de negocios por internet. En la panadería lo habían alentado a vender juguetes por ese medio.

—Ya están vendidos, no te preocupes.

Señaló el celular —lo tenía junto al televisor— y dijo que no funcionaba. La batería estaba muerta. Le pregunté por los cargadores.

—¿Qué cargadores?

Encontré uno en el taller y esperé que el teléfono cargara. Cuando me iba, se puso a hablar. Apurado, explicó los problemas para cobrar la jubilación, para conseguir las recetas del PAMI y otras complicaciones que se inventaba. Le pedí que se tranquilizara, que yo me haría cargo.

—Lo único que importa es que te quedes en casa. Además de la pandemia, llegó el frío.

—Hace días que no salgo.

Abrí el gas de la vereda y encendí la calefacción. Sin que me viera cerré la llave de paso de la cocina. Lo saludé y le repetí los cuidados.

La fiebre de mi hijo menor hizo del virus una realidad. Había salido de la tele y de las grandes ciudades para volverse posible.  Llamamos al médico y nos testeó por teléfono: aislarlo y avisar si se sumaban síntomas. Fabricamos barbijos con telas de remeras viejas y extremamos los cuidados con la ropa al momento de regresar.

—¿Qué vas a hacer con tu papá? —preguntó Alejandra.

La respuesta tenía nombre: geriátrico. Lo imaginé arrastrado por dos enfermeros gigantes, atado en camisa de fuerza y reprochándome. La decisión requería urgencia. Cinco instituciones de Río Cuarto estaban colapsadas. Una enfermera me pasó el dato de una que habían habilitado la semana anterior. Llamé: nos esperaban al día siguiente. En la mañana completé los datos de la internación. Pidieron que llevara ropa y enseres de aseo personal, fotocopia del documento, historial clínico y algunas cosas más. Avisé que íbamos a última hora. Pasé por la comisaría y solicité permiso para trasladar a papá a la ciudad.

La casa estaba en silencio y él sentado en el living. Con guantes y bufanda, como si conociera su destino. Me llevó al garaje y señaló la hilera de juguetes. Autos y camionetas de madera envueltas en celofán y apiladas contra la pared.

—Llévelos —dijo—, mi hijo le pasa a cobrar.

 

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