Ordalía
En el fondo del pueblo, donde de la
diagonal 9 de Julio se vuelve honda, y forma una T con la costa de la Base, dos
momias cuelgan de un eucalipto. Se balancean con el viento norte. No son como las momias incas o las de los
museos, sino como de películas: blancas,
envueltas en vendas de algodón ajustadas al cuerpo. La de la izquierda, parece
un varón; tiene hombros, cintura y piernas más anchas. La otra es una mujer menuda o un adolescente. Un montículo de leña
fina espera a pocos metros. Es
el mediodía fresco de un miércoles de invierno, el cielo está limpio y los yuyos
secos.
La gente se entera y se acerca.
La vasca Gabilondo se sienta bajo los cuerpos. Lleva un pañuelo verde en la cabeza y ha dibujado un sol y una luna sobre la
calle de tierra. En trance, no contesta, no se mueve, no se distrae. Con los
ojos achinados, repite: todo lo que tiene
nombre es. Llegan el cura,
la secretaria de gobierno y el único periodista del pueblo. Se apartan unos
metros y discuten.
Dos chicas con camperas “Promo 2022”
del secundario cuchichean, se ríen y preparan los teléfonos. Suena una sirena y la
secretaria señala el autobomba que llega. El
jefe de bomberos se baja y
saca fotos. El periodista se envalentona y prende la filmadora; se acerca y
filma desde posiciones incómodas. El cura, enojado, no reza ni mira al cielo. Le
grita algo al jefe de bomberos. La secretaria hace
una llamada y dice no hace falta que venga el señor intendente. Con un patrullero
basta. Igual, no aparece nunca, ese, dice una
señora canosa que se apea de la bici.
La Vasca sigue en trance y las momias aún se mueven sobre su
cabeza. Los tres hijos del
gringo Paninni se acercan con
las gomeras cargadas y dos
cusquitos chillones, que dudan entre ladrar a las momias o la Vasca. El
cura trae, desde la autobomba, una cinta amarilla que dice peligro, un chaleco fluorescente y un casco rojo. Arma un perímetro
de seguridad. Se acercan más vecinos. La secretaria llama de nuevo. Ahora dice sí:
que el señor intendente venga.
Un militar, que circula por el predio de la Fuerza Aérea en un jeep azul, se
baja y observa a través del alambrado perimetral, se alisa los bigotes y vuelve
al vehículo. Un pastor evangelista deja
la bicicleta, extiende sus manos hacia el cielo y comienza a gritar. El cura le
pide que se calle.
El público se expande; cuatro universitarias con trenzas y
morrales andinos pasan por debajo de la cinta y se acercan a la vasca que sigue
en su mundo. Se sientan en corro muy cerca de las momias y preparan el mate. El
Flaco Carrizo dice que los cuerpos son del cura y de
la esposa del carnicero que andaban en algo raro. Un vecino le señala al cura
que descansa en el autobomba. Carrizo menea la cabeza y se va. Se escucha un
griterío; se asoma un trencito de
más de treinta alumnos de la primaria.
Vienen del Museo Aeronáutico y traen maquetas de aviones. Las dos maestras que custodian el séquito
se miran al encontrarse con el espectáculo. Intentan regresar a los alumnos, pero es tarde:
siete u ocho ya traspasaron el inocuo perímetro del cura y revolotean bajo las
momias.
Llegan otros vecinos: seis
mujeres del coro de la Iglesia que comienzan
a rezar y a patear, disimuladamente, a los cusquitos de los hijos de Paninni.
El periodista hace tomas sobre el corro de
universitarias que prendieron un porro y se lo pasan a la vasca que se retrae
del trance. Regresa el jeep con el militar que ahora lleva ropa camuflada. Se
baja y enarbola un fusil y dispara al aire. El sonido asusta a todos, menos a
la vasca. Dispara dos veces más y grita que los comunistas no podrán con la
patria. Rodea el jeep y se pone en posición de combate. Dos bomberos hacen la venia como si se tratara de
salvas en un festejo patrio. El Intendente llega en ese momento y le grita al militar que se deje de joder, que lo va acusar
con el comodoro.
Las estudiantes del secundario
llegan hasta las momias con una escalera tijera, que les alcanza un vecino de
la diagonal. Suben, una de cada lado, y hacen unas cuantas selfies. Los
cusquitos de los Paninni, exaltados con los disparos y con los niños del
primario, ladran y ladran hasta que hacen tropezar a dos alumnos que se agarran
de la escalera para no caerse. Las chicas, se
tambalean contra las momias y, finalmente, se desploman tirando de las vendas.
Los Paninni aprovechan y
descargan gomerazos contra los cuerpos colgados.
Las piedras suenan secas.
El intendente agarra la escalera y, subido en ella,
comienza un discurso tranquilizador diciendo que no hay nada de qué preocuparse, que
esto se soluciona en un momento y que el adoquinado de la calle Esperanza sigue
en curso. Una de las universitarias, entre risas, le dice que se calle, viejo
gorila. El intendente baja de la escalera y sigue hablando. Resalta las mejoras
de su gestión y menciona el asfalto que vendrá. El Jefe de bomberos llama por
radio. El pastor aprovecha y sube a la escalera. Saca el Nuevo Testamento y mezcla, entre
gritos y frases del apocalipsis, la dirección del nuevo templo que inauguraron
la semana pasada.
El militar del jeep se asoma y se
esconde sin dejar el fusil. El cura ha quitado los elementos de seguridad y
comanda el grupito de rezadoras. El
público está atento a las momias que pierden su atuendo, de abajo hacia arriba,
gracias a los niños y perros que tiran de las vendas. El cura, el intendente, el
pastor, el jefe de bomberos y la secretaria siguen hablando.
Las vendas caen por completo y se
descubren, sobre las cabezas, máscaras del diablo. El pastor pega un grito
desgarrador y el cura se persigna; el intendente se golpea la frente con la
palma de la mano y el jefe de bomberos hace señas a los refuerzos para que
regresen. La secretaria se esconde entre los niños del primario que ya perdieron
el interés y rehacen el trencito. Las chicas del secundario se van con la
escalera y revisando las fotos que sacaron. Las universitarias penden otro
porro y bailan alrededor de los
maniquíes.
Por el otro extremo de la calle
Independencia, un Rastrojero cargado con
leña se acerca. Del lado del acompañante, se baja María, la presidenta del
Centro de Jubilados, y grita.
—¿Qué hicieron con los muñecos? Es
29 de junio, hay que someter a los cómplices del diablo a la ordalía del Señor.
—¿Qué? —preguntan a coro el
intendente y la secretaria.
—Es San Pedro y San Pablo, carajo
—responde María—. Hoy hay fogata.
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